sábado, 1 de agosto de 2009

FORMAS DE DAÑO VERBAL

A lo largo de toda mi vida, y desde muy pequeño, he tenido que soportar expresiones cuya intención más o menos velada era coaccionar mi comportamiento, despertar mis remordimientos más culpables o (sencillamente) destruir el creciente anhelo de afecto que estaba desarrollando. La crueldad extrema que tales formas del decir llevan implícitas no ha sido calibrada en su justa medida por el populacho, que continúa utilizándolas aparentemente ignorantes de sus frustrantes consecuencias.

La primera perla verbal del repertorio estoy seguro de haberla padecido, si bien a tan temprana edad que no soy capaz de acordarme; pero podría certificarlo, tan de uso común es. Consiste en una suerte de chantaje emocional que los adultos utilizan con los críos, "Pues ya no te quiero", cuando éstos se muestran ariscos, mohínos, reacios a besarles o hacer cualquier monería, como si los nenes estuvieran excluídos de ese derecho universal que es el cabreo. La expresión en sí tiene su miga. El "ya no te quiero" implica de entrada la pérdida de algo que, de la actitud del chantajista adulto se desprende, es un bien preciado para el niño. Las consecuencias que esa pérdida emocional en alguien de tan corta experiencia en las relaciones sociales pueda ocasionar son imprevisibles a todo plazo. Se puede producir un desequilibrio afectivo que, en el futuro, lleve al niño a ceder ante cualquier demanda propuesta por todo individuo que tenga algo que aquel piense que puede perder de negarse. Con todo, es muy probable que quienes utilizan esta frase no se hayan parado a pensar lo siguiente: ¿Y si al tierno infante se le da una higa que usted le quiera o no?

Más adelante, cuando comenzamos a ser animales sociales, a relacionarnos en grupo y a establecer vínculos de estrecha amistad (con una ligereza pasmosa, en algunas ocasiones), nuestros pícaros compañeros se valen de una artimaña nada sutil y harto feroz: "Ya no te junto". Primera forma de exclusión que algunos llevarán como estigma reiterado a lo largo y estrecho de sus existencias. Piensen, ¿acaso hay algo más cruel que un niño para con otro niño? En épocas donde el miedo aún no coarta conductas, porque la batalla (dialéctica o no) se produce de igual a igual, los mecanismos de ofensa se desatan en un ciclón interminable de insultos, agresiones de variada índole y en muchas circunstancias de inteligentísma composición, de descaro y genialidad a partes iguales. Empero, el desamigado o desjuntado sufrirá un profundo desengaño, pues no hay razón aparente para lo sucedido. Sí, puede ser, para el enfado y el berrinche, pero el extremo de no juntarle a uno, ¿a qué se debe? ¿Huelo mal? ¿Tan cutre soy que avergüenzo a los ajenos? ¿Qué clase de inmundo ser soy que ni los zarrapastrosos de mis amigos consienten mi compañía?

Acabada la vida académica y superada la traumática fase de la infancia, al insertarnos en la procelosa y desagradecida etapa laboral, el mundo del trabajo que se nos abre engañosmente para dejarnos fuera con la frase lastimosa "No da usted el perfil" o su variante "No reúne las condiciones" (ambas de idéntico significado: "No habrías pensado que con esa mierda de currículum íbamos a quererte aquí") nos golpea de continuo erosionando un espíritu mermado por la costumbre (¿acaso no han leído arriba?) y una autoestima que aún no ha sido capaz de acostumbrarse al repetido empuje de la malignidad ajena, por más esfuerzos que uno hace por evitarla.

Y no me negarán que donde más esfuerzos hace uno por cambiar, por mejorar y adecuarse a aquello que se nos pide (aunque nos neguemos y nos repugne el reconocerlo) y -sobre todo- por intentar que los sostenidos desastres no nos derrumben el ánimo, es en la vida sentimental y de pareja.Aquí aparece la estrella del discurso, la expresión que al mismo tiempo no quiere decir nada y encierra todo un universo de sensaciones, comportamientos, preguntas sin respuesta: como tituló una comedia argentina, "No sos vos, soy yo", o "No es por ti, es culpa mía". Ese falso descargo de conciencia nos ha maltratado y perseguido con inquebrantable insitencia desde siempre. Porque, por supuesto, nadie se cree que no siendo culpa de uno (toda la vida nos han intentado hacer sentir culpables de algo) se acabe lo único en lo que, aparentemente, lo estábamos haciendo bien. Entonces nuestra mente, educada en el remordimiento y la culpa, comienza de modo enfermizo a repasar cada instante, cada movimiento, cada palabra dicha, cada detalle de lo acontecido. Infructuosa nuestra búsqueda en alargadas noches de insomnio y música que nunca admitiríamos haber escuchado, llegamos a la conclusión de que ese instante, movimiento, palabra o detalle se nos ha escapado, no somos capaces de asirlo, por lo que el misterio queda irresuelto, y crece aún más la incertidumbre, la duda, lo inexplicable del malestar traumático que desde el principio del asunto nos acompaña, con título de peli ochentera, "¿qué he hecho yo?".

Por todos lados acechan en el comportamiento (no es culpa del lenguaje) dardos envenenados a veces con el curare involuntario pero igualmente injusto de las palabras mal escogidas. Con intención o sin ella, el daño está hecho. Somos precarios inestables emocionales por derecho ajeno. Lo cual, no es sino otra forma de despeje y chantaje, de elusión de responsabilidad.

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