martes, 16 de marzo de 2010

VOLVER SOBRE LOS LIBROS

Suelo volver en repetidas ocasiones sobre lecturas que tenía más o menos olvidadas o, en el mejor de los casos, borrosas y difuminadas por la pátina con que el tiempo las cubre. Es un placer que me permito de vez en cuando y debo decir que en la mayoría de las ocasiones mi revisitación supone una lectura diamentralmente opuesta a la que recordaba haber realizado. No puede soprendernos demasiado que esto suceda, los libros son interpretados de diversas formas en diversos momentos históricos incluso por un mismo individuo. Lo que pudo no habernos emocionado en un determinado momento, por las razones más variadas, puede hacerlo en la aludida relectura, porque nuestras propias circunstancias, nuestro bagaje cultural o nuestro pensamiento y actitud frente a la realidad no son inmutables, y fluctúan sobre ejes en movimiento constante. Nuestros juicios, por suerte, no son eternos.

Gabriel Celaya es un poeta que, durante algún tiempo, fue una de mis lecturas de cabecera, eran años más revolucionarios, más comprometidos e inocentes. Los primeros años de facultad, que todos hemos vivido como si sólo desde allí y a través de la cultura pudiésemos cambiar un mundo que, hipotecas y precariedad laboral aparte, nos parecía reconvertible en una especie de Arcadia moderna. Poco después Celaya cedió paso a un más virtuoso y profundo Blas de Otero (el primer Otero, y el de Pido la paz y la palabra) que satisfacía mucho más con sus sonetos mi paladar estético. Hoy, en estos días, vuelvo a Celaya y lo encuentro necesario, menos bronco de lo que yo mismo le achacaba, tierno a veces y absolutamente comprometido con su arte, con el arte tal y como el lo entendía, gregario de sí mismo y al servicio no de ideologías sino del cambio y la lucha en sí mismo. Una poesía, en definitiva, para hacernos mejores. Algo que, bien pensado, no está tan lejos de algunos poetas líricos que el propio Celaya denostaba.

Aunque esta revisitación tiene que ver casi siempre con las lecturas que explico en clase, en otros casos su origen es más curioso y, si quieren, hermoso. Alguien a quien conozco ha decidido lanzarse a la aventura escrituraria, y no digo más porqu estas cosas si se hablan acaban frustrándose y es lo último que yo le deseo. Pero su iniciativa me ha puesto de nuevo en contacto con uno de esos libros que lees en la adolescencia porque hay que leerlos, y que realmente no eres capaz de comprender ni en un diez por ciento de su extensión artística, histórica ni repercusión social. Me refiero a la Divina comedia, libro hijo de su tiempo por excelencia, donde la alegoría es tan trabajada que te cuesta a veces pensar que pueda ser tal y no la image que se te está describiendo: olvidamos que existe un referente y deseamos continuar la lectura como si el elemento fictivo tuviese menos de moral que de entretenimiento. Leer algunos libros como "lo que no son" puede llevarnos a aventuras excepcionales.

Me he propuesto que mi próxima relectura sea Ovidio. Quién sabe.