jueves, 24 de febrero de 2011

EL ROLLITO VIRTUAL

Hace unos días volví a hablar con una de esas personas cuya relación se rompe por el silencio voluntario establecido tácitamnte desde las dos partes. Es una antigua compañera de mi época granadina, con la que mantuve una intensa pero muy efímera "comunicación". Lo cierto es que después nunca supe de ella, más allá de los habituales correos cruzados de rigor. Sin embargo, me sorprendió que ella estuviese al corriente de casi todas mis andanzas. Al preguntarle al respecto, ella arguyó amigos comunes, pero sobre todo hizo mención a las redes sociales.

Uno llega a preguntarse si es que existía el mundo antes de facebook. Del mismo modo que no nos explicamos cómo fuimos capaces de sobrevivir hasta hace poco sin teléfonos móviles, ahora el interrogante es cómo distraíamos nuestro tiempo e informábamos al mundo de nuestras sensaciones sin el socorrido soporte cibernético. Y a mí, qué quieren que les diga, romanticismos aparte, este chumineo me está empezando a cansar. Me explico. Si durante un tiempo fue gracioso el tener a doscientas o trescientas personas pendientes de lo que uno publica o no, de un tiempo a esta parte que la gente (virtualmente y físicamente) se permita el lujo de juzgar lo que haces, con quién andas, establecer cábalas o hipótesis de dónde estuviste en determinado momento y con qué compañía, interpretar (la mayoría de las veces de modo erróneo) cada una de las palabras que salen de tu teclado (como si no supiesen que uno anda diciendo pamplinas la mayor parte el día, eso cuando está sobrio) empieza a ser tan molesto como una avispa en la bragueta. Claro, dirán ustedes que eso tiene fácil solución, con no participar de este público circo lo tiene uno todo arreglado. Y yo les daría la razón. Con la salvedad de que a ver entonces con qué gilipollas me meto yo en estos articulillos. Y cómo mi amiga se iba a enterar de todas mis (mal)andanzas.

sábado, 19 de febrero de 2011

BEBER, Y BEBER, Y BEBER

La ingesta abusiva de alcohol está comenzando a afectarme. Y eso es algo que, más que preocuparme, me fastidia. Es una incomodidad, además de una desilusión, puesto que la relación más duradera que he sido capaz de mantener en mi vida ha sido con las borracheras: ellas nunca me han abandonado y yo he procurado no serles nunca infiel.

Supongo que este romance tiene que ver con la más que equívoca idea que me hice siendo aún un adolescente de lo que significaba ser un escritor: vida disoluta (conseguido), versos (conseguido) sexo y conquistas (ay!) y melancolía a raudales (conseguido). Evidentemente, esta “idílica” imagen guardaba más bien poca relación con la verdad del asunto. Y uno se da cuenta de ello enseguida, no crean que el vínculo que me une con la realidad es tan inestable.

Sin embargo les decía que el alcohol comienza a afectarme. Movido por los últimos desengaños sentimentales (una excusa como otra cualquiera) naufragué las últimas semanas libando licores de diversa procedencia, procurando esquivar todo atisbo de consciencia y situándome en el borde del paroxismo. Del lado de allá. Esos días, de difuso recuerdo para mí, sorpresivamente fueron dejando estragos insalvables en mi cuerpo, como muescas en un ya arcaico revólver. Pérdidas de memoria, jaquecas interminables, desencuentros con violencia, pendencias, taquicardias, síndrome de abstinencia… Todo ello, bien es verdad, consecuencias lógicas y avatares normales asociados al reiterado consumo que han supuesto, empero, una insidiosa novedad en mi historial etílico. Me da por pensar (y no es nada agradable), que tendré que limitar, siquiera temporal o parcialmente, mi habitual copeteo ordinario.

Hace algún tiempo le dije a una chica que mi vida gravitaba sobre dos polos: el alcohol y la literatura. Inmediatamente reparé en que hice mal en no incluirla a ella en esa escueta lista. Quizá, de haber sido así, no habría vaciado tantas botellas. O sí, quién sabe, pero no las habría vaciado solo.

A lo mejor lo único que ocurre es que me estoy haciendo viejo. Pero eso, créanme, también es una putada.

viernes, 18 de febrero de 2011

CARTAS ANTIGUAS

Más de una vez he hablado aquí de mi afición por la comunicación escrita. De vez en cuando, sobre todo aburrido en algún bar, me da por escribir cartas que tengo la seguridad de que nunca serán leídas por sus supustos destinatarios. Casi todas van dirigidas a las mismas personas, aquellas con quienes alguna vez he mantenido una relación epistolar.

Hace un par de días, una de esas escasas tardes en que decido quedarme en casa en lugar de aumentar las arcas de mis sufridos taberneros, pasé horas revisando y releyendo antigua correspondencia, tanto física como virtual. Las sorpresas que me llevé fueron muchas, y no pocas veces teñidas de una desconsolada melancolía. Traje a mi presente palabras que encerraban para mí un significado apenas intuido o ya olvidado. Palabras de un otro ayer no por lejano menos intensamene vivido.

La primera colección de cartas que revisé fue la intercambiada con alguien muy, muy especial para mí, la persona con la que más y mejor he discutido de los más variados temas, en persona y por correo. Leyendo, me parecía tenerla delante, con su menuda figura casi siempre a punto de mandarme a la mierda, arqueando ostensiblemente la ceja para mostrarme su desacuerdo. Su voz levemente ronca, fruto de más de una noche derrochando vida en Lavapiés resonaba en mis oídos con cada frase. Carta a carta, desde 2005, fui recorriendo las distintas fases de nuestra historia común. Ah,y felicidades otra vez por el premio.

La segunda colección, menor en volumen y más reciente, pero también añosa, es bastante extraña. Su remitente es alguien a quien no he visto en persona nunca, pero con quien me escribí un tiempo tras conocerla a través de sus fotografías colgadas en internet. Tan exigua relación teníamos que le perdí absolutamente la pista tras un breve tiempo. No obstante esta escasa prolijidad, hay en todo lo que ella me escribía un dulzura que debe, obligtoriamente, esconder a un ser bello y delicado. Tras rastrear en su busca por internet descubrí que el año pasado había publicado un libro de poemas. No me extrañó en absoluto.

Hay otros epistolarios que dejo para mejor ocasión, cuando la pátina del tiempo me haya hecho olvidarlos parcialmente y puedas recuperarlos con la sorpresa de lo recién descubierto. Aunque hay cosas que nunca se borran, y por ello no pueden olvidarse. Ni volver a descubrirse.