lunes, 20 de julio de 2009

CICLISMO DE ALTURA

En su blog cada uno escribe lo que quiere: no me opongo, me parece tan lícito utilizar esta tribuna gratuita que las posibilidades de la red nos ofrece para -pongamos por ejemplo- hablar del último libro que se ha leído, de la última película que se ha visto o del último viaje que se ha hecho como -pongamos por ejemplo- para criticar los últimos fichajes del equipo rival, vociferar exasperado por la falta de la unidad de España o promover la última algarada antitaurina. Todo vale ya que somos auténticos dueños y señores de nuestro espacio virtual y, al fin y a la postre, a nadie le obligan a leer según qué excrecencias cibernéticas. Digo yo. Por eso, y porque me da la gana después de lo que vi ayer, hoy voy a hablarles de ciclismo. Del de verdad, del que ya no se ve. O se ve poco, sólo cuando corre Alberto Contador.

Resulta que en los últimos años el capo de este negocio (que él más que nadie ha contribuido a convertir en eso, en un negocio) había sido Lance Armstrong, un ciclista que había sufrido un tumor testicular y que se había sobrepuesto a tal adversidad (y fue muy popular por ello, todos tuvimos las pulseritas amarillas de su fundación contra el cáncer) para proclamarse siete veces consecutivas ganador del Tour de Francia. Un ciclista de otro planeta, sí; pero no un ciclista espectacular. Armstrong era muy fuerte en el llano, contra el crono, en la lucha del hombre contra los demás, pero no cuerpo a cuerpo. Por ello nunca se le vio un demarraje cuando la carretera se volvía empinada. Consciente de sus facultades (y de la ausencia de ellas) se rodeó de un grupo de gregarios que lo arroparon y lo cubrieron con estudios milimétricos de tiempo para sus posibilidades de triunfo final. En esto, obviamente, tiene mucho que ver su director Johan Bruynnel (un buen rodador que nunca es que destacase en ningún aspecto particular). Esa forma de correr, y sus repetidos triunfos en la grande boucle llevaron a algunos a compararle con Miguel Induráin. ¡Craso error! La forma de correr de Miguelón era, más que timorata o medrosa, como es la del americano, noble. Induráin no arrancaba sino que, una vez se apartaban los gregarios, imponía un ritmo endiablado sin levantarse de la bici que le permitía subir acompañado sólo de los mejores escaladores (y conste decir que Induráin se enfrentó con grandísimos ciclistas -Greg Lemond, a quien batió en el Tourmalet en el 91; Gianni Bugno, al que "dobló" en la contrarreloj de Luxemburgo en el 92; Claudio Chiapucci, al que venció en plazas como Alpe D´Huez y Hautacam; o Tony Rominger, que tuvo que "conformarse" con ganar tres Vueltas a España en las que no participaba el campeón español. Eso amén de los menores Virenque, Leblanc o Alex Zülle- a lo largo de media década de éxitos) en la montaña de grandes puertos míticos.

Porque ahí, y no en otro sitio, es donde está el espectáculo del gran ciclismo, ése que te hace levantarte de la silla de emoción, el que genera grandes campeones y, por supuesto, incondicionles aficionados. Mi primer recuerdo en ciclismo es Perico, Perico subiendo como una bala y bajando sobre el manillar de la bici. Y luego Álvaro Pino, Anselmo Fuerte y Lale Cubino. Pero sobre todo (quizá porque yo ya era mayor y lo disfrutaba más) el Chava, José María Jiménez, uno de los ciclistas más llamativos y -ay- desastrosos de los últimos tiempos. Irregular, como todo genio.

Pero hablábamos de Contador. Ése sí es un GENIO, con mayúsculas. En el ciclismo actual ya no se ven escapadas de cien kilómetros, ni diferencias de doce o catorce minutos, ataques que dejen sentados a los rivales mirándose y preguntando unos a los otros quién sale a por ese loco; ése que cuando la carretera se pone cuesta arriba, cuando los tantos por ciento de desnivel se miden a veces en cifras de dos dígitos y las piernas pesan como plomo, entonces, va sin cadena como un tiro, de pie con una cadencia de riñones endiablada y sin mirar atrás sin compañía (¿qué falta le hace?) y sin nadie que le haga el trabajo. El escalador puro que reivindica otros tiempos de deporte más noble, y más sacrificado, en el que la lucha más pesada no era contra los rivales, sino contra uno mismo y su fondo: el héroe de la épica frente a la adversidad, y como instrumento en lugar de una Tizona un arma de dos ruedas. Puro sufrimiento.

Y todo esto lo ofrece mejor que nadie un chaval de Pinto que se sobrepuso (sin pulseritas) a un cavernoma y ha sido capaz de ganar un Giro con la gorra después de que lo llamaran estando de vacaciones, de coronar el infernal Angliru y ganar la Vuelta (uno de los pocos que ha conseguido las tres grandes, lo que le equipara a Hinault o Merckx) y de dar un poco de espectáculo (¡y eso sí que es difícil!) en un Tour diseñado para la comodidad del redivivo (permítanme que me ría) Armstrong.

Contador, cuando la carretera se pone cuesta arriba ¡ole tus cojones!

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